Por Oscar Alvarez de la Cuadra

Antes de acabar el año consideré pertinente compartir con ustedes, estimados amigos que siguen este blog, qué tan importante es la calidad en el servicio en una sociedad cuyas empresas se han desconectado del cliente, para hacernos sentir especiales y para ello lo ilustro con dos ejemplos conectados a una cultura que admiro y trato de emular día a día: la japonesa.

Hace una semana, me embarqué en un propósito adelantado de año nuevo, a dejar mi rutina y empezar cuando menos una vez por semana, a hacer algo que nunca había hecho, por ejemplo dejar de comer donde siempre suelo hacerlo.

Fui a probar suerte en un restaurante japonés en la ciudad de México, el Nagaoka y si quiero citarlo por si alguna vez sus dueños, quisieran saber de mi experiencia en su restaurante (le sobrevive su familia al Sr. Nagaoka, fundador del lugar,  quien falleció en agosto de este año). A este sitio fui por primera vez en 1994 y me pareció aceptable la comida, aunque no memorable o que me hiciera cambiar mi preferencia por el restaurante al que siempre voy.

Desde la llegada pude atisbar anticipadamente que no sería buena experiencia. A las 2 de la tarde de un 22 de diciembre, había mucha gente esperando afuera. Eso implicaba que si había tal concurrencia de comensales, debía ser un buen lugar para comer. Me esforcé por hacerme camino entre los sufridos clientes que aguardaban su turno estoicos, la mayoría mirada fija en sus celulares, la que después se sentó al lado mío en varias bancas colocadas a la entrada y sin notar mi presencia, sin despegar la vista de su whatsapp y las respuestas que brotaban intermitentemente de su interlocutora. La recepcionista, nada amable (la importancia de al menos regalar una sonrisa), me pidió mi nombre sin mediar otra palabra. En ningún momento advirtió que la espera sería corta, cuántas personas estaban antes de mi en la lista, sino se limitó como autómata y como acto reflejo a escribir un apellido que le podría ser tan indiferente, como el clima que imperaba aquel día.

Enseguida crucé algunas palabras con un amable cliente que esperaba al igual que yo su turno. Hicimos un repaso de restaurantes japoneses que nos gustaban, él habló del Kura, en la Colonia Roma, también muy tradicional y lejos de la oferta franquiciada. Algunos minutos más tarde, nuestra recepcionista me anunció, junto con mi nuevo amigo y la mujer que no paraba de teclear en su celular. Nos llevó y fui siguiendo al grupo para instalarnos en un salón, cada uno en una mesa de madera austera, la mía la peor de todas, dando la espalda a un extintor.

Minutos más tarde llegó un mesero y repartió las cartas. Revisé el menú. No mucha diferencia de precio por ejemplo con el Suntory, restaurante japonés high end y para otro tipo de mercado, especialmente en su menú de degustación que estaba al mismo precio que los menús japoneses tradicionales que se ofrecen en ese restaurante con mayor variedad, a precios muy accesibles, aunque con la limitación del horario en que se ofrecen.

El mesero se apresuró a tomar la orden de las dos mesas vecinas, yo fui el último. Al preguntar por el menú fijo de teishoku, el indiferente mesero sólo señaló el único en la carta y al percibir mi indecisión, me anunció que me daría otros minutos para decidir, sin mediar recomendaciones, sugerencias, nada.

Por un momento estuve en la disyuntiva si proceder con la nueva aventura gastronómica, en un lugar donde dejé de ir a comer durante 22 años, cuando la recepción no había sido excepcional y con un mesero que sólo se limitaba a hacer su labor: levantar comandas, traer los platillos, cobrar la cuenta y asegurar de que se le incluyera su propina. Estuve en ese umbral antes de tomar una decisión que no muchos se atreverían a tomar. Me levanté de la silla y procedí a abandonar el lugar. No me sentía conforme, al estar ausente la forma en que me acostumbraba a que me atendieran, especialmente en un país donde la cultura del servicio, en parte enmascarada por la necesidad de gratificación monetaria adicional al sueldo, se había elevado a la calidad de un arte.

Al notar que abandonaba el restaurante, la recepcionista que minutos antes me había hecho consumir al menos 15 minutos de mi vida esperando una mesa, se limitó a preguntarme si dejaba libre la mesa. Afirmé y seguí con mi camino hacia la salida , al tiempo en que la misma indiferente persona se aprestaba a ingresar otros comensales a ocupar la mesa que dejaba vacía.

Si los dueños japoneses de Nagaoka hubieran estado presentes en ese momento, a quiénes no conozco personalmente, y que cuentan con dos restaurantes en la ciudad de México, ¿qué hubieran hecho? Acaso preguntar, ¿por qué se va? ¿Podemos hacer algo por usted? Sería el sentimiento de empatía de una persona que no encontró su lugar en el establecimiento o simplemente no perder la oportunidad de conocer qué había salido mal y perder a un cliente potencial, que de hecho perdió definitivamente y que ahora compartiendo su crónica para que posiblemente abriera los ojos a otros consumidores. No, simplemente la empleada, que en nada se vería beneficiada con que yo me quedara o me fuera, se limitó a hacer su función: tomar el nombre e instalar a los comensales en su mesa.

¿Es un ejemplo aislado? No. La percepción global en la industria del servicio ha sido marcada por el deterioro cada vez mayor de sus estándares de atención a sus clientes. A tal punto se ha llegado que ya no hay representantes o áreas de atención al cliente consagradas a sólo esa función. En varios casos existen máquinas contestadoras que piden que se deje mensaje o se pide acceder en una página web a la sección de buscar la respuesta en la base de conocimientos y resuélvalo usted mismo, o llegar a extremos de lo que me ocurrió en esa experiencia.

No quise que esto quedara como vivencia personal. Me dispuse a buscar la página web o de Facebook del restaurante y comprobé que había posibilidad de dejar un comentario. A la fecha, transcurridos ya 7 días de la experiencia, no he recibido notificación alguna de parte de ellos.

Días después regresé a mi restaurante japonés favorito, al que por un momento quise sustituir  y que está a unos minutos de Nagaoka. Claro, no es lo mismo dejar de comer en un lugar por 22 años y esperar una cálida acogida al regresar, que al lugar donde suelo ir con mayor frecuencia. Adecuarse a las necesidades del cliente, como la posibilidad excepcional como cliente frecuente de tomar mi orden telefónicamente desde antes de que llegue, que se me llame por mi apellido constituyen  un mundo de diferencia. La calidad no debe regirse sólo por cumplir con funciones, normas o parámetros establecidos. El componente emocional también tiene un impacto positivo o negativo en la experiencia global que pueda tener el cliente de tal o cual organización o prestador de servicio. Cuando existe la perfecta armonía entre estándares establecidos, procesos bien definidos y una entrega que deleite, impresione y sobrepase la expectativa de un cliente, asegura que ese mismo no sólo seguirá comprando o consumiendo en el establecimiento, sino que lo contará a sus conocidos y allegados, como lo hago yo con esta sencilla crónica que bien pude no haber documentado y dejarla como una experiencia más. Nagaoka ha sido distinguido por los testimonios de sus comensales por la calidad y lo tradicional de su comida. Si además contaran con un programa de capacitación al personal en calidad en el servicio, se fortalecería como una opción más ante la gran aceptación y adopción que ha tenido la cocina japonesa en los últimos años.

Por lo pronto y hasta que eso ocurriese, yo ya no regreso.

 

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